Donde no hay vino no hay amor
La cita que intitula este texto se atribuye a Eurípides, el más joven de los tres grandes poetas trágicos de la Antigüedad. El genio detrás de Electra, Medea y Las troyanas, refleja con este aforismo la relación que han tenido siempre ambas pasiones.
Tanto el vino como el amor han cambiado mucho desde el siglo V a. C., aunque se suela imaginar lo contrario. En los tiempos de Sócrates, el fermento de la vid, que resultaba dulce, se rebajaba con agua de mar para balancearlo o se mezclaba con hierbas, otros frutos y frecuentemente con resina de pino mediterráneo, que le aportaba durabilidad. El concepto del amor también ha cambiado mucho desde entonces, como cualquier otra construcción cultural. En realidad, una de las primeras nociones de amor como comportamiento emocional y social es creado por Safo, la Décima Musa, poeta mítica de la isla de Lesbos (cuyo padre, por cierto, era un comerciante de vinos), símbolo vigente del amor entre mujeres y también del suicidio por un amor no correspondido (en este caso de Faón, un mortal que embelesó a Afrodita, entre muchas otras diosas y mortales). Baste añadir que el original Cupido no era el tierno angelito que se representa hoy: el auténtico hijo de la Noche y la Oscuridad era terrible, violento y caprichoso; la historia de san Valentín también difiere mucho del concepto actual: es la historia de un religioso sentenciado a muerte.
El amor contemporáneo, sobre todo el mal llamado romántico, es decir, el enamoramiento, se vive de tantas maneras como estilos de vino se conocen. Aunque existe una educación sentimental ampliamente extendida, sobre todo en Occidente, mediante la cual se nos presentan desde muy pequeños los modelos a seguir, no tenemos denominaciones de origen para el querer, pero es evidente que no se expresa ese sentimiento igual entre los enamorados inuits del ártico que entre los tórtolos anangus australianos, ni siquiera entre las diversas etnias que cohabitan un centro urbano como Nueva York. En la diversidad está la riqueza.
Para la cultura popular norteamericana del siglo XXI, esto es, la mexicana, el 14 de febrero es una fiesta en la que las parejas, por lo general, se ponen cursis y melosas, pero también es una fecha en la que se renuevan los lazos y se celebra el sentimiento humano más valioso y puro: el amor. Por encima de cómo se conceptualice. El vino, como bebida para compartir por excelencia, cabe igual que ese otro símbolo de amor, el anillo, en el dedo. Mi recomendación es que se regalen una buena botella para celebrarse como pareja, como amistad, para aprovechar el pretexto de la ocasión y disfrutar juntos algo que encienda sus corazones y redondeé el festejo en lo inolvidable. Sugiero las extraordinarias expresiones potosinas de dos uvas auténticamente románticas: Pozo de Luna Pinot Noir y Umbra, nuestro Syrah joven. Les garantizo que ambos vinos harán brotar corazoncitos de los ojos de su ser amado cuando huela el perfume de frutos rojos y rosas que emanará de sus copas.
ALFREDO ORIA